OFICIO DE
EVOCARTE
Era el color de luna más bello
que he visto en mi vida; rojo, como si fuera
rubor de la noche, como rubor tuyo y mío ahogado en un arroyo de
luciérnagas.
Recién había llovido y tus
pechos temblaban en la jaula de mis manos, se estremecían, buscando la boca
madre que les calmara el hambre y apaciguara el fuego. Soltaste el pelo y cayó
mi miedo junto de tu sostén, en los arbustos. Nuestra ansiedad, cabalgaba en el
lomo de las ranas, asustada; después, trepó a la floresta virginal hasta
estallar en la luz de los relámpagos que, de cuando en cuando, golpeaba
nuestros cuerpos presurosos.
Te tengo tan presente y no he
podido olvidarte, desde que nos volamos las clases en la prepa, después del
laboratorio de química, cuando decidimos tomar aquel café seducidos por la
lluvia.
No podía creerlo, la chica
mas codiciada del colegio estaba frente al alumno mas perseguido por el director por tantas
quejas y reportes, haciendo un psicoanálisis -muy serio- a un chico despistado
que, a ratos, no hacía más que beberse la dulzura de tus ojos.
Hablamos de cine, de poetas
románticos y de sexo que nos creímos el papel y caminamos. La lluvia arreciaba y esto nos obligó a
guarecernos en la vieja estación. Algo nos llevó fuera de la pequeña ciudad,
mas allá, en las arboledas bañadas por la luna de mis sueños.
¿Qué imán hizo que se
unieran nuestros cuerpos? No sé si fue
el deseo, a veces pienso que fue el amor en su máxima pureza el que hizo que nos fundiéramos en un
solo latido.
Creerás que de tanto
acordarme se me olvida a veces que mes era, ya no sé si era mayo o junio, solo
que era un día viernes. Encendiste un cigarro y lo fumamos juntos mientras
ordenábamos nuestro pelo y uniforme revueltos. Ahí nació la promesa de todos
los que se aman, la promesa de estar juntos
pese a lo que viniese.
Fuimos de vuelta a la ciudad
esquivando los charcos y las miradas curiosas que intuían nuestro pecado.
Al día siguiente, fuimos
la comidilla de más de una lengua ociosa: “Yo los vi. Era casi la media noche.
Venían sucios de cuerpo y alma. Esa muchacha no merece ser la hija de un hombre
tan decente”.
No volví a saber más de
ti desde aquella tarde en que tus amigas me dijeron que fuiste enviada a vivir
con unas tías a Zacatecas. Yo me tuve que exiliar de la ira de tu padre a una
ciudad costeña, al puerto de Campeche. Allí me gané la vida cantando a turistas
y bohemios, lo mismo en merenderos que en bares de mala muerte. En ocasiones,
pintaba cartones humorísticos en un diario para reírme un poco de mí mismo.
Quizá no lo creas pero,
siempre tuve el oficio secreto de inventarte. Te dibujé tantas veces, para
recrear mi soledad en tu mirada, la misma que mi mente imaginó con vida, para
tener la sensación que me mirabas y aquel silencio pasmoso de tus labios, ya no
fue mas silencio, pues ponía tus labios de cartón en mis oídos como conchitas
de mar, para oír su murmullo.
Te mojaba en el papel
con besos y lágrimas y en mis sueños,
con el deseo de mi cuerpo. Quería que no
se me olvidara la más mínima facción de tu cara, y que la blanca tibieza de tu
piel, no se me escapara de las manos.
Sentí la alegría más grande de verte de nueva
cuenta en Teziutlán, y es que el pasado domingo te vi en misa de
catedral. No hice otra cosa más que mirarte. Tus ojos siguen teniendo aquella
magia que me hacen evocarlos siempre. Tus senos ya no son tan menudos y bajo
aquel vestido de fino terciopelo adiviné la belleza escultural de tu
cuerpo.
Cuando me descubriste,
bajaste la mirada y tomaste de la mano a aquel elegante caballero. No tuve mas
remedio que quedarme clavado en mi lugar tratando de entenderlo.
No sé que me pasa pero he
buscado verte. No puedo deshacerme de esta manía de recordarte y de creer que
tu también me recuerdas, y más aun, de que en tu mente viva aquella promesa que en mi está como mi
nombre.
Intento mirarte aunque sea
de lejos. Te busco en estas calles bañadas de neblina, de bruma que hace más
imperceptible mi vida a tus sentidos. Voy por aquel café de la avenida Juárez,
donde nació nuestra historia o por la vieja estación del tren. Busco cualquier
pretexto para ir por tu casa. Imagino tu vida de casada, te veo planchando
camisas y envidio al compañero de tu alcoba.
Me resisto a olvidarte y
cuando apagas la luz de tu ventana... se enciende en mí la noche, aquella noche
bañada de luna y relámpagos.
Guillermo Martínez Rodríguez
Ángeles y alebrijes ( Ed. ACD)